CURRICULUM VITAE

Monday, May 2, 2011

CUANDO LOS LIMITES NO TIENEN LIMITE

Hablar de límites lleva implícita la idea de cómo retar. El tema pareciera tener al niño como destinatario exclusivo. Además, la palabra límite parece estar teñida de cierta connotación negativa. Para confirmarlo, no tenemos más que pensar en el repertorio de frases disparadas por doquier cargadas de significado negativo: “Tu hijo necesita límites”, “No puede ser que haga eso, tenés que ponerle un límite”,”Ese chico está pidiendo límites”.
Límite significa demarcación, término, tope. Es un “hasta ahí” que nos distancia del peligro; es un borde que separa el contenido del continente; el adentro del afuera. Es la barrera que marca las diferencias o que determina lugares: aquí o allá.
Todos nos encontramos limitados. Siempre. Nos limita la piel, el espacio, el tiempo, los códigos, la realidad que se nos impone...La vida misma. Aprendemos a aceptar los límites como parte de nuestra cotidianeidad, de tal manera que pocas veces somos conscientes de ellos. Y desde pequeños comenzamos a integrarlos como parte de nuestro “ser en el  mundo”.
El bebé recién nacido, inmerso en un caos de estímulos y sensaciones confusas, empieza a ordenar sus percepciones gracias a una madre que cubre su piel de afecto a través del tacto, de los mimos, y del sostén del cuerpo. La piel empieza así a constituirse en el continente de las caricias, los cuidados y las palabras. Es el límite entre el exterior y el interior que lo protege de las posibles agresiones de los objetos y de las personas, y es la superficie donde se construye la comunicación con su mamá ( y luego con los demás).
Tan vital resulta este primer límite, que es el punto de partida necesario para un futuro desarrollo afectivo-cognitivo y biológico armónicos.
A medida que el bebé crece, va incorporando normas que tienen que ver con la rutina diaria. Debe adaptarse a nuevos ritmos con horarios pautados por los padres: la hora de comer, la hora de dormir, la de jugar, la de bañarse... De esta manera, le conceden cierta organización que va “ordenando” sus días. Será este orden el que, lentamente lo ayudará a  ir anticipando situaciones.. Es este un buen modo de evitar que la vida del pequeño se torne una serie de vivencias sorpresivas que lo aturdan y confundan.
Esta regularidad que le viene impuesta desde sus padres, tiene además como finalidad, integrarlo al acontecer social.
Las normas sociales  son reglas básicas de convivencia que nos permiten participar de la red de relaciones que existen en una misma cultura. Para poder integrarse a ella es necesario el cumplimiento de tales reglas. En el caso del niño específicamente, las pautas se van interiorizando por su deseo de complacer, agradar y ser querido y aceptado por las personas significativas para él.
Existen, por sobre todos los límites, aquellos que se imponen al pequeño para cuidarlo y protegerlo. Él no sabe qué es bueno y qué es dañino para su persona. No tiene noción del peligro. Es por eso que sus papás ponen naturalmente en acción el primer ¡NO!. ¡NO! a meter los dedos en el enchufe, ¡NO! a tocar lo que quema, ¡NO! a llevarse a la boca lo que levantó del piso...
Prohibiciones como éstas, entendidas en términos de límites saludables, son un primer paso en la construcción de la moral del niño. Se trata de leyes dictadas por los adultos que le preservarán la vida y lo protegerán del dolor.
Cuando las leyes resultan impuestas sin razón alguna, pueden devolverle al pequeño la imagen de un mundo prohibitivo y peligroso, porque atentando contra su avidez por la exploración, éste se le vuelve intocable e inaccesible. Es merced a la exploración, al conocimiento de las cosas a  través de los sentidos, que se generan representaciones mentales, ideas, pensamientos. Por eso, es necesario cargar de significado el NO, poniendo en palabras el motivo por el cual eso no se puede: “NO, la estufa quema . Te va a doler y vas a llorar”. Debe hablarse al niño con oraciones sencillas, precisas y contundentes, anticipándole la consecuencia inmediata de su acción.
Por otra parte, resulta beneficioso, frente a cada negativa, ofrecer un sí a cambio. “No podés jugar con el cuchillo porque lastima. Tomá esta cuchara para jugar”. Así, el mundo no le resultará tan negativo y se irá revelando tal como es: un lugar en donde hay cosas que no se pueden (o deben) hacer pero que hay otras que sí (¡y es muy gratificante hacerlas!)-

Existen situaciones en las que los adultos creen estar actuando para educar al niño aunque en realidad, están bastante lejos de ello. Poner límites no es maltratar ni humillar; no es dar el merecido cachetazo ni la palmadita en la cola; tampoco es imponer la propia subjetividad, los miedos personales ni tratar de hacer valer una escala jerárquica de poder.
A veces es poco clara la brecha que separa  el límite bien intencionado del otro, que responde a un capricho sin sentido: cuando la subjetividad del “no lo hagas porque me molesta” gana a la tolerancia, o los propios miedos avasallan la independencia del niño: ”No te subas porque te vas a caer”, o la subestimación hacia él se apodera de expresiones como “No podés porque sos chiquito”. Peor aún cuando cualquier posible negociación se aborta con el consabido “Porque soy tu padre y tenés que obedecerme”.

Verbalizaciones como la anterior, ponen en evidencia la distorsión entre los límites concebidos como cuidado y protección, y la imposición de la ley del más fuerte. En lugar entonces de fomentar la autonomía del pequeño, interactuando con él a través de una comunicación genuina, retroalimentada, otorgando valor a sus intereses y necesidades, a sus capacidades, a su persona, se malogra la tarea de educar a un ser libre, ya que lo que se está haciendo es modelarlo según los deseos del adulto. Porque los mensajes que el niño va incorporando no son otros que “No puedo porque soy chiquito”, “No puedo porque no tengo fuerza”, ”No sirvo para nada”, “No me quieren”.
Cuando un padre establece una norma , lo hace desde su lugar de autoridad. Pero es la autoridad entendida como ser responsable, protector, conocedor en mayor medida, y por eso con derecho a ser quien vela por el cumplimiento de la ley. La actitud del padre-autoridad debe servirle al niño como modelo, como referente a quien recurrir en caso de necesidad, como figura de protección y cuidado. La figura de autoridad no se refiere sólo a la investidura sino, fundamentalmente a una seguridad interior, a una confianza firme que lleva al adulto a sostener esa ley en beneficio del niño y del bien común.
El reto, expresión común de la puesta de límites, es la reacción frente a una transgresión. Esto significa que, en el caso de los chicos, sobre todo, debe uno asegurarse de que la falta ha sido intencional, que a pesar de ser conocedor de la norma, actuó contra ella. Son dos las razones que justifican la necesidad de esta certeza: por un lado, resultaría absurdo y confuso para el pequeño que lo reten sin entender porqué, y  por otro, pues el reto carecería de valor si el niño desconoce cuál fue la transgresión.
También habrá que ser cautos para poder diferenciar entre el hecho de cometer una infracción o cometer un error (sin querer). Este último pude ser accidental (es decir, sin intención) o bien por desconocimiento. En tal caso  se le deberá enseñar al niño aquello que hasta el momento no sabía.
Ante todo, no debe perderse nunca de vista que el principal objetivo es la educación y la formación de un ser, buscando su desarrollo armónico y saludable en todos los aspectos. Es necesario prestar atención a todos los actos que atenten contra ello.
Habitualmente, cuando los padres se enojan con su hijo, pierden el control y cometen -aún sin intención consciente- actos de humillación y maltrato verbal y físico. Retar a un niño siempre debe tener una finalidad educativa pues forma parte de enseñarle a vivir.
Cuando existe una normativa y no ha sido respetada, lo esperable es que se repare el hecho cometido: si rompió algo, él deberá arreglarlo; si ensució, tendrá que limpiar y si ofendió a una persona debería pedirle disculpas. Más allá del resultado de su acción (es decir, si aquello que arregló igualmente ya no sirve, o si donde limpió hay que volver a pasar un trapo), estas conductas de reparación tienen pata el niño una significación psicológica importante: por una lado alivian la culpa que el niño siente por el daño causado (aunque él no la demuestra) y por el otro, atenúan el dolor frente al enojo de una figura de valor, que ahora se muestra satisfecha por su buena disposición y su actitud positiva.
El reto puede tornarse más enriquecedor si se alienta al pequeño a reflexionar acerca de lo que sucedió. Resultará efectivo que se siente a pensar que aquello que hizo no está bien y qué fue lo que lo motivó a hacerlo.
El chiquito, que a pesar de su muy corta edad ya tiene lenguaje(hablamos de los dos años, aproximadamente), es capaz de usar  algunas palabras para dar sus explicaciones. Es claro que necesitará inicialmente un modelo: alguien que le pregunte porqué, cuándo y cómo ocurrieron las cosas. Brindar al niño este espacio para ordenar los acontecimientos pasados, lo llevará a ir asumiendo una actitud reflexiva (aún a pesar de la edad).
El diálogo,  primero con otro actuante como un yo auxiliar, externo, y luego con uno mismo en un diálogo interior, permite tomar conciencia de las acciones ejecutadas y favorece la posterior anticipación de los actos que se van a realizar, evaluados según cierta escala de valores aprendida.
Cualquier expresión donde la humillación y la agresión se ponen de manifiesto, no deja espacio para el diálogo, la comprensión mutua y la reflexión. El golpe- en su más amplio sentido- aparece como consecuencia de un monto más o menos importante de rabia contenida, que se dispara  de pronto hacia el ser más indefenso y menos poderoso: el niño. Hay quienes esgrimen algunos pretextos para justificar su proceder:
 “Obedece sólo cuando le pego”. Si es así...¿dónde quedó el valor de la palabra del adulto?. ¿Estará obedeciendo el niño porque le pega, o se someterá por temor a golpes más fuertes? ,¿Cómo se sentirá el pequeñito? Y desde ese sentimiento, ¿Qué posibilidad de pensar y de tener aprendizajes significativos existe?.
“Recién se calma cuando la liga”, afirman a veces los papás. El cachetazo calma...es cierto. Pero sólo a quien lo propina. Calma porque consigue descargar, a través de un movimiento rápido y violento, un quantum de agresión acumuladas que, por cierto, poco tiene que ver con el niño. Es en esa mezcla de sensaciones donde se  confunden los malos momentos del día, la abultada factura telefónica, el corte de luz inoportuno...y el vasito que derramó el nene en la alfombra. Entonces...el cachetazo. Y el chiquito queda absorto. Se siente lastimado, desprotegido, paralizado e impotente. Y no está para nada calmo.

La palabra debe ser la mediadora por excelencia entre dos personas que desean comunicarse y llegar a un acuerdo para hacer armónica la convivencia. Entramados en una relación auténtica de afecto, cuyo vehículo es precisamente la palabra, podrán construirse vidas dignas.
 Crecer implica asumir valores tales como el respeto, la tolerancia, la solidaridad y la comprensión. Aprender a aceptar los límites que siempre y a todos nos involucran, no sea quizá tarea sencilla. Lo que no habrá que perder nunca de vista es hacia quién van dirigidos, con qué fin se imponen y cuáles la mejor maneras de hacerlo.
Si al fijar los límites nos comprometemos empáticamente con el niño, es decir, nos ponemos en su lugar, en su tiempo y en sus necesidades, es probable que él los acepte con mayor  facilidad.
Negar al niño que la realidad se impone con su legalidad sea quizá tan dañino como querer demostrárselo por la fuerza. Explicarle que los límites existen, son necesarios , nos benefician y nos conciernen a todos, será demostrarle que, aún con obstáculos, limitaciones y conflictos, la vida merece ser vivida.


Lic. M.Eugenia Blattmann de Jones

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